lunes, 8 de junio de 2015

No habrás de cuestionar lo que te digo


José Ramón Muñiz Álvarez
“No habrás de cuestionar lo que te digo” o “Las
fatalidades que nos
hieren”

(Extrañas reflexiones de quien quiere pensar
en el destino y sus azares en este
mundo absurdo que nos
toca)

No habrás de cuestionar lo que te digo: quien busca los caminos de la tarde se encuentra en ese espacio delicioso que alegra el mes de abril, mientras escapa. Mirar la luz del sol, ya moribundo, filtrándose entre sombras perezosas, es bello, al respirar en la arboleda, y es mágico admirar esas ardillas que vuelven a salir de su letargo, si acaso resucita el mundo entero.
Por eso me entretengo en la ventana: las luces del ocaso son hermosas y tristes, si sugieren un destino doliente para todo el que lo piensa; el sol se pone lejos y se duerme, dejando por el cielo ese bermejo cuajado de color y de hermosura; las aves corren raudas a sus nidos y pronto se oye el canto del autillo, del cárabo, el mochuelo y la lechuza.
Y acaso se me antoja como un símbolo: la imagen de la muerte es esa imagen que dicta su verdad sin más tapujos que el que genera el miedo de los vivos; el signo del final es evidente, molesto, pero cierto, verdadero, profundamente cierto y angustioso; tal vez es la metáfora que siempre repiten los artistas en sus versos barrocos y amargados por la crisis.
También he de admitir que es algo bello: es bello comprender que nos morimos, mas todo seguirá, cuando no estemos, danzando en esta danza interminable; es bello contemplar cada segundo como un tesoro acaso irrepetible, moneda de un valor incalculable; es bello regalarse, jactancioso, con aire desdichado, a la querella que vuelve a repetir tópicos viejos.
No ignores que los años se nos fugan: la edad es un cuchillo traicionero que corre a su capricho, con apuro, dejándonos soñar a cada instante; los parques de la vida son espacios que corren como el agua del arroyo, buscando el mar profundo de la muerte; las horas de silencio nos aburren, y entonces nos sentimos apagados, inmersos en la angustia melancólica.
No quieras engañarte con quimeras: la muerte, cuyo aliento es siempre frío, nos ronda como imagen del momento fatal en que volvemos a la nada; su beso, que es helado como el aire, podrá rasgar la vida como el filo callado de una espada sus cortinas; su mano, blanquecina, como siempre, sabrá escribir la herida en nuestro rostro, cerrando nuestros párpados con gusto.
Recuerda lo que dicen los estoicos: son ellos los que saben que quien vive pensando en esa angustia es solo angustia que no puede endulzarse en el engaño; son ellos los que explican que el destino nos busca o nos espera en ese tiempo que no podrá evitar quien quiere vida; son ellos los que advierten al cobarde los miedos del final y los que quieren llevar su aviso al pecho del valiente.
No existe, en todo caso, otro remedio: la muerte no es más cruel que haber nacido para un destino lleno de amargura por los senderos agrios de la vida; el óbito es tan solo ese desastre que viene a hacer más tristes los absurdos que hartaron al espíritu sensible; el fin de la comedia, nuestra muerte, quizás es como un trámite tan solo, después de haber cumplido en este viaje.
Y el caso es que vivimos para nada: nacimos para ser en la agonía de tanta lucha en vano, soportando la angustia de terribles frustraciones; vinimos a este mundo donde cabe sufrir estos esfuerzos y trabajos que burlan del que vuelve a la ceniza; pedimos una tregua, ese recreo que pide la evasión, que la suplica, que aspira a que los versos nos endulcen.
Comprende que no sirve el escapismo: la muerte que morimos cada día nos hace ser más fuertes, pues, al menos, permite que existir tenga su lógica (lo lógico es acaso que este tiempo que corre y que se fuga tenga, entonces, razones para ser, tener sentido; y acaso ese sentido es lo valioso del tiempo que vivimos, pues el tiempo no es algo ilimitado: nos consume).

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Las aves que suspiran en la noche

José Ramón Muñiz Álvarez
“Las aves que suspiran en la noche” o “el eco
misterioso del
autillo”

Los parques son lugares con encanto: la tarde va cayendo lentamente y el sol muere lejano, cuando, al tiempo, contemplo, silencioso, el horizonte. El último jilguero de la tarde nos habla de los brillos del crepúsculo, comenta los colores que se apagan. Y entonces se descubre, temblorosa, la luz de aquella estrella, sus destellos, al tiempo que se apaga, lento, el día.
Y al fin corre la brisa a su capricho: abril viene dichoso, pues, felices, alegres como un niño que despierta, sus tardes quieren ser más luminosas. Y van las nueve y media ya pasadas en el reloj ya viejo y moribundo que suele mentir más de lo que acierta. Y sé que, aunque el crepúsculo se apura, la luz quiere vivir unos segundos, luchando con las sombras de la noche.
No es noche todavía en este parque: un eco de los brillos del ocaso nos dice que la noche está ya cerca, y, en cambio, el sol resiste heroicamente. Y entonces me sorprende, con sus gritos la voz aguda y clara de los pájaros que vuelan entre mantos tenebrosos, acaso esa llamada misteriosa que viene de los tiempos ancestrales de la niñez perdida en el recuerdo.
Intento percibir ese sonido: la noche, en primavera, se acompaña de voces sugerentes que parecen venir a despertar el alma misma. Yo sé que en el espíritu hay sonidos que guarda la conciencia con el celo de los que son custodios de un tesoro. Y el caso es que el reclamo del autillo me viene a devolver aquellos años perdidos en la noche de los tiempos.
Los árboles les sirven de palacio: las aves necesitan posaderos y los follajes densos que permiten tener una guarida, si hay peligro. Y escucho esa llamada cuyo timbre se torna alegre, mágico y hermoso, recuerdo del cuclillo entre las frondas. Lo cierto es que ese canto me devuelve al tiempo del ayer, cuando la abuela echaba la viruta en la cocina.
De niño, fui feliz junto a la anciana: solía, cada viernes, a la noche, pasar en su buhardilla esos momentos que habré de recordar con tal cariño. El caso es que dejaba que ella hiciera la cena en la cocina lentamente, pendiente del cristal de la ventana. De fuera, misterioso, ese sonido quería mi atención y, cautivándome, me hacía imaginar lo que allí había.
La abuela me contó cosas curiosas: el pájaro del agua canta siempre, llegada ya la noche, entre las ramas, preludios a las lluvias venideras. Abril es mes de lluvias y estas aves conocen los secretos de las nubes y saben avisarnos de tormentas. Los charcos que pisaba, siendo niño, venían de esas lluvias repentinas que dieron a mi tierra densos verdes.
Me gusta recordar aquellos tiempos: el canto del autillo me cautiva, me tiene obsesionado desde entonces, y es grande mi afición por los estrígidos. Me gusta hablar del cárabo en la noche, me gusta hablar del canto del mochuelo, mirar atentamente a la lechuza. Y el eco del autillo en lo lejano tal vez es para mí lo más hermoso, llevándome a otro tiempo de la vida.
Quisiera ser un niño nuevamente: de nuevo pintaría con bolígrafo siluetas de los pájaros nocturnos, extraños, sugerentes como nada. Acaso volvería a hacer dibujos del búho y del mochuelo, de los sapos que cantan sus amores en la sombra. Quizás retornaría a la buhardilla que tuvo en aquel tiempo esta señora que me hizo más dichoso que ninguno.
La vida va mediada, a estas alturas. Tal vez es la nostalgia que me invade, tal vez esa tristeza que despierta feliz en lo profundo de la mente. Y quiero confesar que hay hermosura febril en ese daño de la herida que quieren los cuchillos del recuerdo. Quizás haya poesía en ese canto que elevan los autillos en la noche como los trovadores de otros tiempos.
Y acaso es que el autillo es un poeta: sabed que son sus voces como un canto que brilla, entre las sombras, convocando pasiones y amoríos a deshora. El celo es lo que mueve su reclamo cargado de deseo y del instinto que ordena, en todo caso, buscar hembras. No en vano, cada grito es un lamento que aspira, sin embargo, a los amores de alguna dama cruel e inalcanzable.
Y el caso es que soy todo fantasía: escucho el canto hermoso del autillo, jugando a ser el niño de otras veces, el niño que he perdido hace ya tiempo. Y acaso recupero algo tan mío, tan propio de mi ser y mi carácter, que siento que regreso a ese pasado. La infancia quiere vida nuevamente, me pide nuevamente ese suspiro de tiempo que se va y nos abandona.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

La infancia sigue viva en el recuerdo


José Ramón Muñiz Álvarez
“La infancia sigue viva en el recuerdo” o “los
árboles que había son los 
mismos”

La infancia sigue viva en el recuerdo. Y es bello recordar aquellos días, perdidos en las nieblas del pasado que vieron la niñez con gran apuro. Los viernes discurrían de otro modo, felices, al llegar la tarde dulce de aquella primavera  generosa. Las clases se acababan y era entonces el tiempo de correr en la explanada, jugando con los charcos del asfalto.
Las árboles que había son los mismos. En cambio, las escuelas ya no existen, ni existen los jardines diminutos frente a los edificios derribados. Tampoco está la casa de Marcela, ni se oyen los ladridos de su perro, sus quejas doloridas y sus voces. El tiempo, que es travieso, quiso un día que hubiera que tirar aquellas casas que no hallaréis ya más donde yo vivo.
En cambio, yo jugaba en otra zona. La fábrica, cerrada en otro tiempo, dejó un lugar vacío donde, a veces, jugaban los chiquillos a la guerra. Había un espaldón de gran altura sobre una cancha grande con dos rampas, y arena sobre el grueso pavimento. Y a un lado, la arboleda y la conífera, que pudo coronar con su belleza la cima de malezas deleznables.
Sabed que existió un tiempo diferente: la gente de la costa trabajaba pescando en esos mares traicioneros que causan tan terribles sinsabores. Entonces, fue el momento de los barcos y acaso de las viejas conserveras que fueron escapando a otros lugares. Después llegaron días más propicios y, cerca, edificaron los talleres que sirven a la industria siderúrgica.
La zona era un lugar semisalvaje. Por eso aquella fábrica sin vida brindaba su escenario a las batallas de los espadachines de la zona. Los niños de aquel barrio nos batíamos, luchábamos con armas de juguete y espadas de apariencia muy lograda. Usábamos también el garbancero y heríamos el aire con las piedras pequeñas de los viejos tirachinas.
Y vimos agotarse los ochenta. Con ellos se perdió tal vez un algo de la niñez vivida y olvidada que quiere renacer en nuestros sueños. Los días en la escuela y esos viernes tan dulces como el juego de la tarde parecen revivir cuando los nombro. El tiempo que se escapa de las manos no tiene ya piedad de las arrugas que nacen, sin pudor, en nuestra frente.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Las voces de septiembre y su tristeza

José Ramón Muñiz Álvarez
“Las voces de septiembre y su tristeza” o “las
músicas dormidas del
espíritu”

Composición prosística para el profesor Erich Schagerl,
amigo entrañable y correliginario en el
amor por esa música que vino de
mágicas regiones apartadas,
llevada por el viento misterioso de esas tardes
que quieren los veranos
moribundos.

Septiembre llegará con las sonrisas mezquinas de otro tiempo, esas sonrisas que saben a alegrías melancólicas: el cielo será gris algunas tardes, la luz de la mañana será bella y el eco de los mares será triste; y, mientras corre el mes, será el momento de rebuscar en todos los cajones, buscando aquellos discos de otras veces, amando aquellas piezas de otras veces.
Los valses volverán a ser hermosos y el fuego de sus rizos y compases podrá encender variadas emociones. También sonará, llena de viveza, la furia que se enciende en el torrente movido del Moldava en pleno curso: sus aguas son nacidas de dos fuentes distintas que se mezclan a su paso, formando los pasajes más extraños, cruzando los lugares más extraños.
Y Brahms hará delicias de sus danzas, sus músicas robadas a los cíngaros bohemos que alcanzaron sus violines. La música que se hace verso bello y el verso que se vuelve bella música nos hablan de otras gentes y otros mundos. Y todo será magia, pues la magia llegó del norte mismo, desde el Este, jugando a descifrarnos sus secretos, sabiendo revelarnos sus secretos.
Y siguen los castillos olvidados mirando, en las orillas del Danubio, las aguas que descienden perezosas. Sus muros, sus reflejos majestuosos, tal vez nos acompañan si cerramos los párpados y hacemos el trayecto. Podemos regalarnos y dejarnos llevar a la aventura, si es preciso, hurgando en los rincones de la mente, buscando en las cavernas de la mente.
La música, los sueños, las imágenes, los versos que repite el inspirado nos pueden decir mucho de nosotros. Queremos conocer esos abismos profundos que se esconden en la hondura que guardan esas simas del espíritu. Tal vez el universo tenga forma, si existe quien le otorgue su sentido, jugando con las artes y los sueños, fugándose a los reinos de sus sueños.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Ocaso

José Ramón Muñiz Álvarez
“Rumores que nos llegan al ocaso” o “el
pájaro del agua y su
alarido”

           El pájaro del agua nos dice, con su canto, los ecos de las lluvias silenciosas, y grita los secretos que llenan los paisajes colmados por el verde en la arboleda. Al tiempo que el crepúsculo se enciende en lo lejano, las voces de los perros nos hechizan, mezclándose, en la nada, tal vez a los rumores que mueren en el aire peregrino.
           Y no sospechan nunca las gentes de los pueblos que todo está poblado de ilusiones que admira cada brillo callado de la orilla del charco en que se encuentran las estrellas. Allí van los tritones, allí las salamandras, con paso torpe y lento en las cunetas de los caminos tristes y en el asfalto muerto que ignora los encantos de la noche.
           Pero esto lo ha admirado quién sabe si un poeta, si acaso un trovador o un miserable que teje sus tristezas en versos encendidos que cantan a la vida y a la muerte. Por eso habrá de hablaros del brillo de la aurora que nace con las horas más tempranas y el eco del ocaso que deja entre las sombras vestigios de esperanzas engañadas.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Tres sonetos fúnebres

José Ramón Muñiz Álvarez
“Tres sonetos fúnebres, dedicados a María
Dolores Menéndez
López”

Introducción:

           La vimos levantar el vuelo raudo después de que una llama malherida gritase en horizontes alejados. La vimos despertar de un sueño dulce, dejando atrás vigilias, a esos sueños profundos del castillo de la nada. La vimos como un ave en las alturas, jugando a ser estrella en esos cielos que cubren con la aurora sus colores. Después no estaba ya, partió a lo lejos dejando sus recuerdos imborrables, tesoro incalculable para algunos. Por eso estas canciones, aunque indignas, intentan evocar aquellos días hermosos como un cielo en primavera. No importa si os parece impertinente venir a recitar estos sonetos que elevan su recuerdo y su cariño.

Soneto I

           El aire suave que alcanzó su beso,
abriendo sus senderos peregrinos,
no dijo que quisiera, en los caminos,
perder ese tesoro en el regreso.
           Lo quiso retener, tenerlo preso,
recuerdo de esos raros desatinos,
de tardes y de ocasos repentinos
que tiñen con la púrpura el exceso.
           Y aquel jazmín bañado de rocío
no pudo marchitar, con la alborada,
que pudo arrebatarlo todavía.
           No pudo traicionar jamás el brío,
la luz y la belleza en la nevada
callada que, acechándolo, lo hería. 

Soneto II

           Diréis que son sus tonos tan sencillos
como ese brillo claro, cuando  mana
el agua de la fuente, que, con gana,
se va hacia sus destellos y amarillos:
           la luz del alba quiso en los castillos
callados que gobierna la mañana
la luz que se hace bella en vega llana
y mira en su color sus raros brillos;
          el brillo de su fuego, dulcemente,
y el sueño que en su sueño se desliza,
rogándole más brillos en la altura.
          Diréis que nace y brilla felizmente
la luz del alba, el brillo en la ceniza
y el mármol que le brinda sepultura.

Soneto III

           Dejad que busque el sol la lozanía
que apura su correr donde, apagada,
la noche quiere negra su posada
y juega con su oscura bizarría:
            no quiso demorar la luz del día
la llama que despunta, a la alborada,
si dijo acuchillado por la helada
el tallo de la flor que ayer moría.
            Nos habla del dolor y la tristeza
la rosa, mientras llora, moribunda,
mirando el brillo triste y ceniciento:
            no ignora, en el final de su belleza,
que vuela, peregrina y vagabunda,
su suerte en el azar que quiso el viento.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Tres sonetos fúnebres



José Ramón Muñiz Álvarez
“Tres sonetos fúnebres, dedicados a Pilar Muñiz
Muñiz”

Introducción:

            La vimos despertar a un sueño triste, distinto de la luz de la conciencia, buscando un cielo nuevo y apartado. Por eso siento lástima y recuerdo las horas que corrieron, los momentos que toman su sentido en la memoria. Pudiera imaginar esos paisajes vencidos por la mano del otoño, queriendo describir ese retrato, mas fue una primavera la asesina. Dejémosla al descanso de su sueño, dejémosla partir y que se vaya, buscando los islotes del descanso. La vida ha de acabarse para todos y no vive en el mundo ya su soplo, aquel aliento suave de su pecho. Queramos repetir solo su nombre con la emoción callada que se entorna y alcanza a repetir tiempos alegres.

Soneto I

            La nieve encontraréis donde era el día
península de fe que, a la alborada,
su risa pronunciaba alborotada
por ese beso dulce que se enfría:
            la brisa, que en el cielo se esparcía,
jugaba en el espacio, si, callada,
nacía con su beso entrelazada
la luz que en el paisaje se encendía.
            Fue siempre generosa como el cielo
que muestra con el sol esa belleza
que vive regalando sus auroras.
            Tal es esa razón que el desconsuelo
pretende, pues no es rara la tristeza
de quien halló el final de aquellas horas.

Soneto II

            Nos habla del recuerdo la nevada
que dice con tristeza su secreto,
pues bien vale pintar en un soneto
su luz, cuando refleja la alborada.
            Diré que su palabra recobrada
regresa a la memoria con respeto,
que suele cada verso ser un reto,
si sabe perseguir la llamarada.
            En él de su mirar busca el reflejo,
la llama del ingenio, la ocurrencia
que busca ese pasado ya perdido.
            Que sabe por Pilar el tiempo viejo
hablar donde no vive su presencia,
después de que ella es voz en el olvido.

Soneto III

            Y habrá de maldecir la primavera
la luz del sol que, en medio de la tarde,
se esconde sin valor, alma cobarde
que cede temeroso, aunque no quiera.
            Así se fue Pilar a dondequiera
que van, sin oropeles, sin alarde,
al cielo más insigne, si en él arde
la fe, su luz, acaso su quimera.
            Yo quiero presentarla en ese sueño
que dura en este pecho que, encendido,
no quiere regalarla a lo pasado.
            De su recuerdo siempre será dueño
el pecho que lo guarda, pues sentido
será el ayer que vive recordado.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Tres sonetos fúnebres



José Ramón Muñiz Álvarez
“Tres sonetos fúnebres, dedicados a José Álvarez 
Menéndez”

Introducción:

           Dejó por fin el valle que, doliente, se queda en este otoño desolado que ignora la esperanza y la alegría. Por eso la tristeza que nos llena, por eso este dolor y esta amargura que quieren convocar ese recuerdo. Pues no hemos de escuchar su voz risueña ni ver su gesto amable, que, aunque irónico, jamás tuvo maldad ni fue perverso. No habréis de verlo más, pues, como suelen los barcos que se van con la mañana, dejó esta orilla, yendo a otros lugares. De nuevo es ese niño en el regazo que pudo ser ha tiempo, pues su madre lo junta en otros reinos a su pecho. Llorar no sirve ya, pues ha partido, que triste fue ese adiós que recordamos en días de un invierno repentino.

Soneto I

           Las nieves que llegaron en enero,
cuajando lentamente sobre el prado,
admiran el paisaje en que, callado,
el hielo es de las briznas carcelero.
           Tal vez lo sabe el frío prisionero
del beso de la tierra, si, escarchado,
lo toma con dureza, pues, helado,
sujeta la nevada con su acero.
           El alba lo vio ayer, pero dormido,
dejado de su aliento que derrama
la vida a otras mansiones y baluartes.
           El alma con apuro huyó al olvido,
quedando solo y triste en una cama
que muestra sus oscuros estandartes.

Soneto II

           No quiero hablar del brillo soberano
que nace cuando llega, a la mañana,
el brillo de la aurora que se ufana
de ser el resplandor bello y temprano.
           Malsano lo diré, pues, si es lozano,
sus luces quiebran vida cuando gana
la llama que bosteza con desgana,
dejando su destello sobre el llano.
           Sabed que en ese enero silencioso
no fue agradable ver la rosa muerta
que llora en el jardín si quiere el viento.
           Hallarlo así fue triste y doloroso,
como una voz que calla y no despierta,
no habiendo voz ni luz ni pensamiento.

Soneto III

           La luz del sol llegó, mas, despiadada,
corrió los campos todos y, en su apuro,
dejar quiso el destello donde, puro,
el cielo conquistó en su llamarada.
           Y el alma ha de llorar, desconsolada,
sabiendo que el granizo triste y duro
se vuelve en este enero algo seguro
que niega la esperanza acobardada.
           La sombra fue quizás de cada noche,
su gusto por robar tanta belleza
que el mundo suele ver llegado el día.
           Tal vez fuera asesina, en su derroche,
la llama que regresa y que bosteza
con esa brisa dulce, triste y fría.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez