miércoles, 29 de enero de 2014

Don Álvaro (fragmento)


LABRIEGO-. Raro el amor, que las gentes
de alcurnia y de nombradía
hablan con fe todo el día
de los amores ausentes,
pues, junto a las mansas fuentes
de las horas otoñales,
suelen olvidar sus males,
su dolor y su tristeza,
lamentando la dureza
de los amores mortales.

DON ÁLVARO-. Difícil es comprender
que el amor es mal terrible
que castiga al más sensible
que se rinde a ese querer.
Quien se ve en el fuego arder
del infierno del amor
bien conoce su dolor,
bien conoce su amargura,
que, como a la nieve pura,
lo derrite su calor.

Porque el amor que respiro
niega a quien bebe en sus aguas,
pues lo calientan las fraguas
de su terrible suspiro.
Con cada vez que respiro,
con calda vez que me muero,
siento el amor que yo quiero,
y es evidente falacia
que el amor es todo gracia
y da gala a su lucero.

Y respirando esa llama
que no comprender tú dices
las horas vuelve infelices
de aquel que el llanto derrama.
Gran poder tiene una dama
sobre quien siente al acecho
el dolor de su despecho,
el fuego de la maldad,
que es Cupido mezquindad
y destruye al más derecho.

No me importa el ostracismo
que padezco en esta sierra,
pues hermosa es esta tierra
desde la cumbre al abismo.
Mas, si estuviese aquí mismo
la razón de mi dolor,
con un humilde fervor
claramente le diría:
“Aquí está la vida mía
y la causa de mi amor.

Que sois vos, bella hermosura
que ni los cielos igualan
cuando sus luces regalan
desde la diáfana altura.
Y aunque miráis sin mesura
demostrando tal enojo,
yo vuestras iras aflojo,
suplico vuestro perdón,
os entrego mi pasión
y a vuestro poder me acojo.

Porque el bello pensamiento
que inspira vuestra mirada
es recuerdo, a la alborada,
de su luz y de su aliento,
pues la dicha y el tormento
se conjugan, felizmente,
en el agua de la fuente
que, volviéndose bermeja,
esos colores refleja
al susurrar su corriente.

No en vano sois la belleza
que tales versos inspira
en el amor que respira
vuestra crueldad y dureza.”
Y tal vez será torpeza
hablar de amores así,
mas prende tal frenesí
esa mujer en mi pecho
que no amarla ya es despecho,
pues a sus pies me rendí.

LABRIEGO-. Bellos versos son, a fe,
y no soy hombre letrado,
mas en lo que se ha escuchado
muy gran tormento se ve.
PASTOR-. De tales cosas no sé,
pues no entiendo la poesía,
pero enciende el alma mía
ver así a un joven garzón
a quien llena la pasión
de tanta melancolía.

Y debe ser enojoso
soportar tamaños males,
que no hay tristezas iguales
a las que canta gozoso.
Es el amor tan hermoso
como triste, y amanece
viendo esta pena que crece
y esta vida sin sentido,
pues, cuando ya ha anochecido,
su dolor no desmerece.

Mas yo del amor ni quiero
verme infeliz y apresado,
que me admira el triste estado
de este joven prisionero.
Y, como humilde cabrero,
sin amores ni tensiones,
recorro yo las regiones
del paisaje de esta tierra,
errante de sierra en sierra
y ajeno a tales pasiones.

Poco entiendo del amor,
mas, si he de darte un consejo,
sabrás escuchar a un viejo,
pues es un hombre mayor.
Guárdate bien del dolor,
Porque quien siente el ardor
que siente el que el mal recibe,
siente que en el alma escribe
el destino su mandado,
entre triste y delicado.
DON ÁLVARO-. Raros consejo se escribe:

¿Mas qué importa ya vivir,
qué importa la vida, el mundo
si es el abismo profundo
para quien ha de sentir?
¿Y dónde se ha de concebir
que la dicha y la finura,
la sutileza y dulzura
son la cura del herido?
LABRIEGO-. Quien por amor es vencido
del amor no tiene cura.

DON ÁLVARO-. Que tristes amores llora
este joven sin templanza
porque, si no hay esperanza,
lloro si viene la aurora,
si la brisa me acalora,
si miro el alba luciente
y en su luz resplandeciente
el recuerdo de la amada
es una llama elevada
que ignora mi amor vehemente.

LABRIEGO-. Sabe mucho del descanso
el arroyo en su camino,
cuando cruza, peregrino,
y llega hasta su remanso.
PASTOR-. Vive el espíritu manso
en esta naturaleza,
y, aunque cabe la tristeza,
cuando llega el viento frío,
toda la calma del río
mira el alba que bosteza.

Y esta callada quietud
del otoño y sus colores
curar puede los amores
de la inquieta juventud,
que quien pierde la salud
por amores desdichados
sabe la paz de estos prados
y se pasa la tristeza
si, tumbado en la maleza,
mira los montes nevados.

LABRIEGO-. Y ya para primavera
las flores cubren la orilla
junto al agua que, sencilla,
va apurando su carrera,
pues en abril la pradera
se hace más verde y el suelo
bebe el agua del deshielo,
que, mientras el sol alumbre,
descenderá de la cumbre
vivo siempre el arroyuelo.

DON ÁLVARO-. Rara cosa es este mal.
LABRIEGO-. Rara cosa, sí, señor,
que el misterio del amor
es desenlace fatal.
Bajo este cielo otoñal
cantan pastores su daño,
su crueldad y el vil engaño
con que a las gentes cautiva.
PASTOR-. Es la ingrata llama esquiva
del dolor del desengaño.

Escena VI

Queda don Álvaro en soledad.

DON ÁLVARO-.  Vine a buscar otra tierra,
otro lugar, un confín
lejano a ese serafín
que sus amores me cierra.
Porque el amor me destierra
donde, libre, en el destierro,
no sentiré que es encierro
su desdén y su dureza,
que ya la naturaleza
me dispone monte y cerro.

Y qué lugares sabrosos
regala la cortesía
de toda la serranía
a mis llantos amorosos.
Pues los lugares gozosos
han de llenar mi esperanza
donde la vida no alcanza
a derrotar la pasión,
que me rompe el corazón
no mostrar mayor templanza.

De esta manera, el aliento
quiere ya esa salvación
que arranca la salvación
de este triste pensamiento.
Mis penas llevará el viento
hacia un lugar apartado
donde el amor enojado
pueda curar su tristeza,
que el amor, en su dureza,
ya me sabe condenado.


¿Y así curaré mis males
y sentiré que el aliento
juega con el pensamiento
y desenlaces fatales?
Porque son hondos mis males
y tan duro es su rigor,
poco bien quiere el amor,
que, quien llora en soledad,
lamenta tanta crueldad,
que tacaño es su favor.

¿Y así calmaré la paz
que turbia tiene mi pecho
por causarle tal despecho
al estar en la ciudad?
No ha de tener caridad
el arquero en su valor,
pues no me quiere el amor,
que, quien llora en soledad,
lamenta tanta crueldad,
que tacaño es su favor.

¿Y, buscando ese sosiego,
al hallarme más sereno,
no encontraré más veneno,
huyendo del amor ciego?
Pues ya siento que navego
por los mares del dolor,
porque es capricho de amor,
y, quien llora en soledad,
lamenta tanta crueldad,
que tacaño es su favor.

Y he de hallarme arrepentido
de no conocer el bien,
que justo he de ser también,
y no cruel, como Cupido,
pues por amores vencido,
mayor se hace este favor,
si no me quiere el amor,
que, quien llora en soledad,
lamenta tanta crueldad,
que tacaño es su favor.

Horas de ingrato pesar
y lamentar tanta saña
son lo que tanto me daña
en la paz del castañar.
y el monte que mira al mar
oye lejano el rumor,
si no me quiere el amor,
que, quien llora en soledad,
lamenta tanta crueldad,
que tacaño es su favor.

Y, rendida el alma mía
de la mañana a la tarde,
me considero cobarde,
falto de toda osadía.
Y con ver que llega el día,
soy yo quien llora a deshora.
Despierta el sol y la aurora,
por recordar mi tristeza,
me escucha mientras bosteza
y con mis lamentos llora.

Nace la luz, que lejana,
nos regala, entre ceniza,
esa llama primeriza
que nos deja la mañana.
Y triste llora y se ufana
quien lamenta sus pasiones,
mientras huyen los gorriones
que, en su gloriosa escapada,
aprovechan la alborada
y sus calladas mansiones.

Y los negros los estorninos
que, buscando otros lugares,
volarán lejanos mares,
cruzarán viejos caminos.
Con acentos repentinos
también huye con el viento
el cansado pensamiento
que turbar sabe al que llora,
que se contempla la aurora
con un brillo ceniciento.

¿Soy un joven sin templanza
que triste de amores llora:
lloro si viene la aurora,
lloro si no hay esperanza?
Con gran dureza me alcanza
ese hechizo de Cupido.
Si el amor tiene vencido
a quien su fuego hace fe,
justo es que sepa que sé
que me tiene consumido.

Y es sendero que me mata
cuando me siento despierto,
pues quien vive estando muerto,
llora el bien que lo arrebata.
Llega la aurora de plata
para ver desconsolado
a quien vive en este estado
de tristeza sin aliento,
y no escapa como el viento
quien sufre el mal agitado.

Y es que el muchacho ladino,
sabe bien qué es el azar,
y, gozándose en dañar,
es tan cruel como mezquino.
De este modo peregrino
me siento tan desgraciado,
que la paz miro del prado
con envidia sin igual,
que suele olvidar el mal
quien de amor se ve agraviado.

Mas yo voy donde las cumbres
dejan que cubra la nieve
que solo un verano breve
libra de sus pesadumbres.
En tales incertidumbres
que son pasión amorosa,
el amor solo reposa
causando mayores daños,
y huye el alma los engaños
buscando la paz gozosa.

¿Y cómo olvidar los ojos
que con su clara mirada
me recuerdan la alborada
con sus caprichos y antojos?
¿Y de los labios más rojos,
que encendiendo mi deseo,
siento que acaso los veo,
prometiendo s hermosura
a quien la siente más pura
para tornarse en trofeo?

¿Su melena desatada,
que más que la aurora bella
se enciende como una estrella
con su mágica alborada?
¿De su rostro la nevada,
cuando enseña la pureza
que allí pintó la belleza
con esa magna maestría
de quien sabe que, si es fría,
cálida es cuando bosteza?

Hermosura del deshielo,
siento en mi pecho su vida,
esa luz que abre la herida
de mi eterno desconsuelo.
No tiene piedad el cielo,
no sabe nada el destino,
y mi tristeza imagino
en el poder de su ausencia,
pues reclamo su presencia
como amante peregrino.

Será buen apartamiento
ese lugar que se ofrece,
ver allí cómo amanece,
soñar otro pensamiento.
Si lo piden yo me ausento
y tendré esa curación
que hace falta a un corazón
que el amor solo alimenta,
que, para pagar la cuenta,
ya basta la sinrazón.

Qué bellos los resplandores
que, reflejo de la helada,
quebrando la madrugada,
saludan a los pastores.
Qué bellos son los colores
que se esparcen silenciosos.
Qué bellos, qué rumorosos
los arroyos que caminan
y en su correr peregrinan
hacia mares procelosos.

Pero ya se ve ese brillo
sobre el lejano horizonte,
que despunta, tras el monte,
de la alborada un castillo.
Es ese fuego sencillo
con su plata y sus dorados:
por mil pinceles manchados
van ardiendo ya los cielos,
que se deshacen los hielos
que ya cuajan sobre el prado.

Y yo miro los caminos
de este mundo desolado
que admira al enamorado,
sus acentos peregrinos.
Y se hacen siempre mezquinos
los pensamientos que agitan
las almas que solicitan
un amor no concebido,
que es el amor sinsentido
y locos los que lo habitan.

Y como soy morador
en un imperio encendido,
cual vasallo de Cupido,
he de ser su servidor.
Quien es el adorador
de este niño alado y ciego
ha de perder el sosiego
que pudo tener un día
cuando vio en la llama fría
el más encendido fuego.

Y los campos encendidos
ven esa luz que destella
donde se esconde una estrella
y arden tantos coloridos.
Y pueden verse dormidos
en su sueño los frutales.
Y en las horas otoñales.
es más bella la alborada
que quiebra la madrugada
en las cortes celestiales.

Ya siento la fresca brisa,
la nieve en los altos montes,
los lejanos horizontes
de ese mar que se divisa.
esa brisa que precisa
recorta los castañares,
que don Álvaro Encinares
de Fernández y Aranjuez
sabe el remedio tal vez
en que aliviar sus pesares.

2011 © José Ramón Muñiz Álvarez
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