lunes, 30 de junio de 2014

Soneto sobre la fugacidad de la vida



José Ramón Muñiz Álvarez
“LA MUERTE QUE BESÓ LA HELADA FRÍA”
(Soneto sobre el tema de la muerte
que espera a los que
existen en el
mundo)

http://jrma1987.blogspot.com

            El brillo de los prados, tras las lluvias, las hojas moribundas de los árboles y el barro en los caminos solitarios hallaron, en los oros del crepúsculo, los ecos del aliento que venía, cuajando las escarchas más tempranas, al valle silencioso, donde el viento callaba sus canciones melancólicas.
            La música sonora del arroyo, los llantos de la brisa, su sonido, y el canto de las densas hojarascas hablaron de la muerte cuando el aire crispaba su emoción y las estrellas buscaban los susurros de otro tiempo, rumores alejados que, a deshora, mezclaban sus murmullos repentinos.
            La nieve de las cumbres elevadas, el eco del granizo caprichoso y el canto de la lluvia en los parajes pudiera ser la vieja profecía que pronunció diciembre cuando quiso dejar algo de sí sobre el helecho que muere en soledad, bajo el castaño que quiere desnudarse de su ropa.
            Y entonces es momento de conceptos, profundas reflexiones y de ideas, de pensamientos raros e inquietantes que tienen que expresarse, de este modo, con gran resignación, con valentía, pues hablan del destino ya asignado, pues siempre nos acecha la guadaña del fin que trae la muerte en sus bolsillos.
            Los pensamientos nunca son aislables tampoco del recuerdo de otros tiempos, y así son los ocasos un momento terrible de tristezas y nostalgias, pero arde en cada pecho, con bravura, la llama del valor que acepta todo, también la muerte, para cuando venga con ese manto oscuro que la viste.
            Y el alma, que no está atemorizada, se siente melancólica, a disgusto, cuando imagina el tiempo y ve que corren los años su carrera de improviso, buscando, como el agua en el torrente, lanzarse a la deriva, a donde sea, y echarse al mundo por estrechos cauces que habrán de hallar los mares de Manrique.
            Así nacieron todos los sonetos escritos con espíritu amargado, los frutos de la crisis, las derrotas, cuando el imperio estaba moribundo, pero también las silvas que nos dicen, con aires clericales y jesuíticos, que nada permanece para siempre, que todo está avocado a no ser nada.
            Y acaso en los palacios de la muerte las salas son del polvo que fue, en tiempos, un eco de ilusión o de esperanza que no pudo vivir eternamente, pues hay tristezas tras la losa clara que guarda en sus adentros la madera del féretro que esconde esos rincones, custodios de un aliento sin bondades.
            Por eso he de cantar abiertamente los versos del soneto que compuso mi espíritu febril y envenenado, tras horas de dolor sin esperanza, pues somos como el féretro que vive debajo de la piel, en cada parte del cuerpo que tenemos por morada, si no es que somos tiempo solamente:

            La cumbre en que despierta la nevada
que enseña su hermosura al alto cielo
mostró su claridad, el blanco hielo
que supo en lo lejano la otoñada.
            La luz del sol halló, con la alborada,
los pardos y hojarascas sobre el suelo,
preludio de la muerte, del desvelo
que quiso con su llanto la invernada.
             Lo mismo son las hojas del camino,
si tristes las arranca el raudo viento,
que el hombre con su fuego y bizarría.  
             La aurora fue el agüero peregrino
que dijo, con el oro de su aliento,
la muerte que besó en la helada fría.

            Y así, tras este canto doloroso que ve la muerte allí donde palpita, no hay nada que explicar, pues estos versos explican lo que nunca los filósofos, con todo su saber y su experiencia, supieron explicar a los mortales, que aguardan, impacientes, las repuestas sobre un destino siempre desolado.
            Los hombres de otros siglos, muchas veces, hallaron el lenguaje más preciso que sabe decir todo al decir nada, pues habla al corazón y al sentimiento (son hombres de ese siglo de derrotas que vio en España crisis y tristezas, igual que en este tiempo en que nosotros lloramos tanto mal en la política).
            Pensad cómo sería si tornasen del seno de la muerte aquellas gentes: un Góngora, un Quevedo, algún Bocángel, un Lope que supiera deleitarnos, acaso aquella gente sevillana que amó los versos dulces, cuando Herrera los supo convencer del latinismo, del gusto por la luz de la cultura…

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

lunes, 23 de junio de 2014

Helechos



José Ramón Muñiz Álvarez
SON TRISTES LOS COLORES DEL HELECHO”
(Sospechas del mochuelo en los
ocasos que dejan al olvido
los troncos que se
alzaban con
orgullo)


Son tristes los colores del helecho, las gotas de la lluvia, cuando huele, los verdes que se pierden en la nada, que pasan a ser muerte, con tristeza, si quieren los alientos del otoño. Son tristes los rojizos de los árboles, los densos amarillos del castaño que saben convertirse en pardos bellos que encienden esos bosques siempre tristes que hablaron el lenguaje de la muerte. Por último, son tristes los rumores que se oyen donde cantan los arroyos que siguen con tristeza, que caminan, que vuelan como risas ancestrales que esconden esos llantos melancólicos.
Y en estos bosques llenos de penuria, de llanto, cuando llegan los crepúsculos, sospechan los mochuelos los ocasos, dejados al olvido en esos troncos que en otro tiempo fueron orgullosos. El mundo del paisaje humedecido de frondas y pinares que no acaban os puede convencer de que la vida pudiera ofrecer más de lo que dicen en estas variedades que se esconden. Mirad el azulón en los estanques, sentid la voz aguda del jilguero que espera, entre las ramas, cada noche, sabiendo que el peligro se hace grande cuando la noche teje su ancha sombra.
La luna llena brilla donde el claro supone, si es otoño, aquellas voces que alzaron viejos grillos que supieron cantar las alabanzas del estío, si unieron a sus cantos las cigarras. Muy pronto las escarchas y las nieves dirán al estornino que se vaya, buscando otros lugares, otras vides, queriendo hallar de nuevo el paraíso que ya no serán más estos lugares. Son tristes los colores del helecho, pues saben sugerir lo que sugieren, si el tiempo ha transcurrido y cede todo, vencido por el peso del silencio, como una voz llevada hacia la nada.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Las noches son mejores con la lluvia



José Ramón Muñiz Álvarez
LAS NOCHES SON MEJORES CON LA LLUVIA”
(Palabras encendidas que nos dicen
secretos del paisaje moribundo
que duerme
cuando suenan sus
suspiros)

Los verdes encendidos se sublevan: semejan, con su rabia, ese carácter tan propio de los mozos arrogantes. Los jóvenes, igual que la hojarasca, adoraran entregarse a la locura violenta que se admira en cada brillo. Y hay fuego en esa llama de colores que nace en cada flor, en cada rama, gritando la victoria de la vida sobre un invierno triste que se fuga.
Las horas del crepúsculo se acercan: los oros que refleja el horizonte confiesan el dolor del sol que muere. La luz de las estrellas se hace clara y enciende con sus trémolos la atmósfera que flota en los rincones apagados. El último jilguero de la tarde, posado en una rama, mira el bosque, jugando a convocar, con raro trino, momentos infinitos de silencio.
Y surge ese silencio de la nada: después de que el jilguero hiere el aire, se pone el sol, buscando su reposo. Y al fin descansa el sol, al fin es sueño su vuelo por la bóveda celeste, cruzando las alturas sin aliento. Los brillos del ocaso nos recuerdan las llamas que se encienden con el alba, si el viaje fatigoso que comienza fue el fruto del bostezo de la aurora.
Mas no pueden tardar otros rumores: las brisas corren raudas con la noche, fingiéndose doncellas de la luna; las aguas de la fuente del arroyo no cesan en su curso lastimero, buscando el cauce fuerte y repentino; las hojas de los viejos castañares se rozan cuando el viento las agita, y el viento las agita, pues, travieso, disfruta de esos raros recitales.
El bosque cobra vida nuevamente. Entonces se hace hermoso el canto extraño que llega de un rincón en lo profundo. Las voces del autillo son hermosas y suenan como un canto que se inspira, quién sabe si en amores y leyendas. Y es que ese es el reclamo, la llamada que corta el aire herido por las lluvias, cansadas, agotadas, fatigadas, que saben del amor que solicita.
Los viejos campesinos no lo temen. Mas hubo, tiempo atrás, supersticiones, y fue temido el canto del autillo. Contaban que era augurio de la muerte su voz cascada, triste, quejumbrosa, igual que el alma en pena en el averno. El caso es que es un pájaro cualquiera que deja su guarida y, a sus horas, procura el alimento que precisa, si no son los amores que reclama.
Él ama los lugares más oscuros. Espera a ver sus presas y se lanza tal vez desde una rama con sigilo. Pudiera darle muerte a un ratoncillo, tal vez algún tritón, al viejo sapo, la rara salamandra en el camino. Su máscara lo muestra poderoso, señor en esas sombras siempre densas que tiene la arboleda si anochece donde un rincón se oculta entre malezas.
También se oyen autillos en los parques. Los parques son lugares que frecuentan las aves en las noches amorosas. Allí van los autillos cada noche, si es tiempo, pues al fin la primavera permite que se lancen al instinto. Y versos de poesía se iluminan en un sonido bello que repite la estrofa que otros piensan mal agüero de un tiempo de las brujas y aquelarres.
De niño yo escuchaba a los autillos. Sus voces sugerentes me indicaban que todo sucedía entre las sombras: un halo de misterio en lo brumoso solía hacer arder la sed de siempre, la sed de los que adoran cada noche. Y fui un niño romántico que amaba los cantos lastimeros del autillo con gran curiosidad, como el obseso que quiere descubrirlo en plena noche.
Mi abuela siempre hablaba del autillo. El pájaro del agua, me explicaba, contando lo curioso de su caso: el pájaro anunciaba los chubascos, las lluvias y el mal tiempo si solía guardarse, al emitir esos gemidos. A veces anunciaba el tiempo bueno y el canto era un sinónimo de dicha, promesa de ese sol que todos quieren, mediado abril, que no es tan caluroso.
Las noches son mejores con la lluvia: el agua purifica cada parte, besando cada prado con su boca. Sus labios son aliento humedecido que sabe dar la vida a las regiones que esperan su caricia y su milagro. Acaso su sonido es la poesía que evoca los conciertos de otro tiempo, momentos que el granizo y la nevada supieron conquistar antes de marzo.
También hay salamandras y tritones. Parece que las fuentes abundantes convocan las criaturas de la noche. Quién sabe si la vida de esas horas se vuelve misteriosa a nuestros ojos a costa de mostrarse tan secreta. Y el canto del autillo es tan esquivo que puede compararse al de los pájaros que esconden su cantar en la arboleda, seguros en las frondas más pobladas.
Y el canto del autillo tiene afines: el hecho es que es común entre asturianos pensar que el cuco es pájaro adivino (las gentes campesinas le preguntan si acaso puede hacer sus predicciones, y dicta los momentos de las bodas). Son muchos los que adoran esos cantos de musicalidades siempre dulces, el tono amable de quien, invisible, se esconde entre las densas hojarascas.
Pero es un ave cruel que asalta nidos. Por eso hay quien desprecia los encantos del canto que en abril viste los bosques. También hay quien, pudiendo sorprenderlo, nos supo comentar que no era hermoso: el cuco es siempre gris y su plumaje no tiene la belleza y los colores que lucen otras aves cuando vuelan la altura de los cielos despejados.
Mas yo prefiero al pájaro del agua. El pájaro del agua es como un búho pequeño que se esconde en los desvanes. Nos mira fijamente, si lo vemos, hinchando su tamaño, amenazante, con todo su plumón y con sus alas. Y el grito que convoca sus amores da luz a cada noche en primavera, del modo en que los cuentos de difuntos asustan a las viejas en noviembre.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

América











José Ramón Muñiz Álvarez

SABED QUE, EN OTRO TIEMPO, LAS AMÉRICAS

PUDIERON OFRECER EXTRAÑOS

SUEÑOS”

(Poema endecasilábico en que se evoca

el tiempo glorioso en que los

españoles

embarcaron a las

Indias)




Sabed que, en otro tiempo, las Américas

pudieron ofrecer extraños sueños

que los conquistadores del antaño

quisieron alcanzar para la fama,

si no fue por tener grandes tesoros.

Las rutas de esta tierra eran un mundo

de selva inaccesible, siempre virgen,

lugar para el indígena, que, en cueros,

jamás supo de un Dios que, furibundo,

negara al pecador un Paraíso.

El ánimo que pide la aventura

que busca los lugares más remotos

espera hallar la plata, el oro bello,

recónditos rincones siempre fértiles,

caminos que jamás se han explorado.

Es un vergel sin luz en las regiones

más húmedas y el verde de sus zonas,

como un pincel intenso, se hace vida,

confiesa tanta vida como tiene

y esconde tanta vida como calla.

La plata le dio nombre a la Argentina,

brilló en el Potosí y pagó las guerras

de los emperadores españoles,

lanzándose ante infieles luteranos,

ingleses belicosos sin escrúpulos.

Albión, con su perfidia y sus maldades,

envuelve en su ambición el gesto hipócrita,

mandando, por los mares del Caribe,

la plaga de piratas que saquean

las naves que alimentan al Imperio.

Los hombres eran hombres, y arrastraron

el peso del dolor de sus esfuerzos

queriendo aquellas tierras alejadas,

queriendo hallar riqueza y nombradía,

pues no era ya posible en nuestro suelo.

Hablemos de Cortés y de Pizarro,

hablemos de la ruta de Orellana,

del oro de las Indias, las ciudades,

los templos donde hacían sacrificios

y toda la riqueza de estas gentes.

Y todo fue buscar otros caminos,

perderse por las densas espesuras,

abriendo nuevas sendas con la espada

que hallaba al indio idólatra indefenso,

cobarde ante los fieros castellanos.

Los incas y los mayas, los aztecas,

miraban con asombro al europeo,

el nuevo dios llegado de naciones

que nunca sospecharon y que estaban

unidos a una vieja profecía.

Acaso los vikingos, con sus artes,

su mucha habilidad, su atrevimiento,

pisaron estas tierras y pudieron

sellar una amistad con los indígenas

que no los olvidaron en sus cuentos.

Las gentes recordaban su presencia

en esas tradiciones que los viejos

les cuentan a los niños cuando buscan

la altura las pavesas desde el fuego,

si llega ya la noche con sus sombras.

Fue un tiempo de aventura y fue distinto,

después de tantos siglos, a este tiempo

que ofrece dichas fáciles y deja

que corra el tiempo alegre sin empresas,

sin gana de pendencias y aventuras.

Las olas encrespadas de los mares,

los vientos aguerridos en las velas,

la voz de las gaviotas a lo lejos

y aquel olor a sal en cada brisa

pudieron ser promesas de bonanza.

Los pobres, olvidando sus miserias,

juntábanse a los nobles, cuyos ánimos

soñaban el placer de los combates

y un reino de conquistas para todos,

detrás de aquellos mares tan inmensos.

Sabed que, en otro tiempo, las Américas

pudieron ofrecer extraños sueños,

quimeras y locuras que encendieron

la furia de las gentes que dejaron

el puerto de Sevilla a sus espaldas.



2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Las rocas de caliza

LAS ROCAS DE CALIZA”

Las rocas de caliza
admiran, entre nubes,
las aguas del arroyo que reflejan
los cielos silenciosos, esos cielos
que duermen sobre valles,
que aguardan, sin apuro,
las lluvias que los colman de hermosura.

Son cimas orgullosas
que sufren el ataque
del viento repentino, que, atrevido,
los hiere con violencia, los ataca,
los muerde en el invierno
que viene con las nieves
que cubren el paisaje silencioso.

Y el aire del otoño
parece ser preludio
de un tiempo en que se van a otras regiones,
volando por los cielos, temerosos,
los negros estorninos,
amigos del silencio
y hermanos de la altura que recorren.
Besando los arbustos
heridos por el hielo,
llegaron al lugar, como otras veces,
las voces pusilánimes y tristes
que hablaron de la escarcha
al pájaro que vuela
y al ánade que teme sus durezas.

Y queda, solitaria,
el alma que conoce
el llanto de un diciembre peregrino
que niega las crecidas al riachuelo
y torna predicando
el llanto de la muerte
con un lamento grave y quejumbroso.


2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Los valles del silencio



José Ramón Muñiz Álvarez
QUIEN SABE DEL SILENCIO DE LOS
VALLES”
(La extraña confesión de los que sienten
las voces del espíritu
encendido,
al ver, en lo lejano, los
ocasos)

http://jrma1987.blogspot.com

Quien sabe del silencio de los valles podrá decir qué luces iluminan las tardes en las densas espesuras que cubren, con sus hojas, los castaños. La nueva primavera se desnuda y escucha en lo profundo de los árboles el canto del cuclillo que se esconde con esa timidez que le es tan propia. Y el sol, porque es cobarde, se retira, sabiendo de las brisas que se acercan y toman las orillas del arroyo que canta, melancólico, el deshielo. Y, al irnos por la senda bulliciosa, se sienten los jilgueros del camino, y, al fin el precipicio nos enseña la estampa de la costa sosegada. Pues hay, en ocasiones, temporales que lanzan con su furia, ante las rocas, la espuma de las olas que se agitan, ariete despiadado, en los cantiles.
Quien sabe del silencio del paisaje podrá mirar de nuevo esos crepúsculos y hallar las hermosuras del ocaso que busca el sol, vencido y soñoliento. Preludio del verano, sus colores escuchan a las aves, cuando buscan, tendiendo al aire el vuelo, ese retiro que pueda ser guarida con la noche. Por eso el horizonte va cubriéndose de manchas encarnadas y de púrpuras que rayan las alturas y decoran paisajes de belleza incomparable. La luz del sol refleja sus colores en ese cielo triste y moribundo que besa con sus labios las estrellas y gime con el hielo de la noche. También el mar se viste con las galas que quieren la elegancia de las sombras y admiran una luna delicada que tiembla porque a veces hace frío.
La noche se ha acostado con nosotros: es el momento bello en que reviven las voces interiores que resumen un sentimiento dulce de nostalgia. Pues sabe cada sombra, con su aliento, sus voces y sus gritos alejados dejar que el mundo sepa sus tristezas en un recuerdo triste pero bello. Y yo, que soy romántico, por parte, sirviendo a la poesía con esmero del modo en que lo hicieron los antiguos me rindo ante las aras de los tristes. Pues es satisfacción ese lamento que llena, tras los párpados los ojos con la humedad vencida de una lágrima que sabe, resignada, derramarse. Que el tiempo sigue siendo nuestro reino, llenando los momentos con quimeras, con sueños y proyectos que se cumplen o quedan enterrados para siempre.
La noche se ha acostado con nosotros: es el momento tierno que nos llena de vagas emociones y nos deja sentir de nuevo tiempos ya vividos. Pues saben las estrellas de los males que siente el corazón cuando las mira y encuentra, cada noche, ese paisaje que vuelve a repetirse con la noche. Y yo, que soy de temple melancólico, suspiro cuando vuelve el tiempo viejo, si quiere la memoria que regrese, y entona el corazón el canto amargo. Pues hay un gozo extraño en el lamento que cantan los espíritus vencidos que escuchan el susurro de la brisa, si encuentran mil susurros interiores. Y sigue siendo el tiempo nuestro reino, tal vez imperio digno y fortaleza de cuanto nos prometen esos años que quedan enterrados en la nada.
Quien sabe del silencio de los valles contempla con tristeza los ocasos…

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez

Muerte de don Quijote de la Mancha



José Ramón Muñiz Álvarez
MEDITACIONES SOBRE LA MUERTE DE
DON QUIJOTE DE LA
MANCHA”

Existen los paisajes desolados que oyeron el silencio de las nieves: son cumbres olvidadas sin testigo que ascienden hacia el cielo inalcanzable, son valles donde todo se consume después de que los besos de la helada destrozan, con sus lánguidas caricias, la vida que retira sus legiones, quizás rincones bellos donde el aire parece hacerse hielo con la noche. Existen los lugares que se rinden, llegada la invernada, pues se sienten vencidos por el beso de un otoño que juega amenazante con la espada que agita su bravura, convocando los truenos y las lluvias que el futuro pregona para meses venideros, los meses de tremendos vendavales, si no es que las heladas piden cielos azules como el mar inmaculado.
Veréis al azulón cuando levanta su vuelo por la altura en esa fuga que quiere el horizonte despejado donde los lagos hablan de la vida y hierven, agradables, los susurros que cantan brisas plácidas y dulces, meciéndose en un bosque perezoso que sabe de los pardos y los ocres, vistiendo los otoños sin el susto que suelen en el norte las comarcas. Y el ágil estornino, siempre negro, tan triste y tan oscuro, que dibuja sus olas en el aire, esas mareas que se hacen elegantes, majestuosas como una danza fina en pleno vuelo, sobre ese azul que mira el alba bella, si no es que ya el ocaso sospechoso presenta su color en lo lejano, con oros agotados, esos oros que pinta sin aliento el horizonte.
Podréis sentir la lástima que sienten acaso los ancianos cuando miran por las ventanas tristes, cuando llueve, cuando las lluvias vienen con sus ecos callados, melancólicos y suaves, como ese final tenue y sin apuro que viene, con la muerte, inadvertido, como el sonido leve que desata las hojas de las ramas en el árbol desnudo, cuando pierde su follaje. Y sentiréis dolor al ver que el día se vuelve perezoso y que bosteza con esa lentitud sobre las plazas que oyeron los rumores del verano, con gesto receloso ante los gritos que suelen prometer las plenitudes que nunca podrán ser, porque septiembre se vuelve un asesino desbocado que quiere asesinar cada parcela de luz y de alegría en los jardines.
Y al fin comprenderéis esa metáfora que esconde lo que esconde con esa educación y esa finura que nadie quiere ver, porque, si oculta, con ánimo benévolo, el destino, podéis imaginar el desenlace que ignoran los que saben evidente la suerte inevitable que, a la postre, podremos alcanzar los que seguimos la senda en este valle desolado. Sabréis al fin la magia del soneto que dicta sus tristezas con el ritmo del suave endecasílabo que muere, como ese caballero en la derrota que pierde, ya postrado en el camino, la luz de la esperanza que lo guía, la fe que empuja todas sus acciones y el ínfimo suspiro que profiere, dejando la batalla, renunciando, después del sacrificio y el cansancio.
Cervantes sabe hablarnos del Quijote, del fin de su locura y de su muerte, y el caso es que el hidalgo murió en cama, con justo juicio, triste, arrepentido, gozando buena muerte, según dicen, llorado por los suyos, pues los suyos no fueron gente mala y lo lloraron, que quiso hacerlo Sancho en la escalera, lo mismo que lo hicieron su sobrina y el ama que cuidaba de su casa. Y, en todo caso, somos en la vida como el Quijote mismo, cuando, triste, dejó su vida atrás y entregó el alma sobre ese lecho blando y siempre limpio, distinto de las muchas privaciones sufridas en las viejas correrías, pues era un hombre bueno en su locura, violento con los malos unas veces, mas lleno de saberes y razones en esa tozudez que le fue propia.
Mas no existirá un cielo que nos quiera ni un Dios que nos acoja, tras la muerte, si es cierto que las gentes de este tiempo vivimos sin la fe de los ancestros que amaron los principios elevados con ánimo valiente, siempre noble, corriendo los caminos del destino, variable en la fortuna que, engañosa, jugó con el azar de aquellos hombres que yacen en la tierra tras los siglos. Y es justo ser prudente donde puede servir de alguna cosa la prudencia: nosotros no queremos la limosna de tétricos sermones que nos mientan, hablando de otro mundo y de otra vida, de un claro renacer donde la altura se muestra tan azul como las nubes que gozan las miradas de los ángeles, que un ángel, más o menos, nunca ofrece la fe que arde en los ojos de los ciegos.

2014 © José Ramón Muñiz Álvarez